Un 26 de mayo de 1818, el abogado Manuel Rodríguez Erdoiza de 43 años fue asesinado en la localidad de Til Til, a manos de soldados que lo llevaban como prisionero rumbo a la cárcel de Quillota. A comienzos de abril de ese año, Rodríguez había protagonizado un incidente menor, pero que terminó costándole la libertad primero y luego la vida: montado en su caballo y al frente de una poblada, ingresó intempestivamente al palacio de gobierno de la época, reclamando airado por el fusilamiento de los hermanos Juan José y Luis Carrera en Mendoza. Esto provocó las iras del entonces “director supremo” Bernardo O’Higgins quien ordenó su arresto por “alborotador”, confinándolo en un cuartel militar y luego ordenando su traslado a Quillota.
Rodriguez, el jurista republicano convertido en guerrillero, protagonista de audaces acciones militares contra las tropas del imperio español y uno de los líderes de la independencia más populares, nunca llegó a su destino. En las afueras de Santiago sus guardianes le habría disparado por la espalda o fusilado aduciendo un intento de fuga, pero su cadáver periciado, más de un siglo después, revela múltiples fracturas craneales producto quizá de culatazos de fusil.
La historia oficial se ha negado a señalar con claridad a los verdaderos responsables de este crimen, más allá de sus ejecutores materiales. Su asesinato quedó impune, lo que ha sido usual en la violenta historia de este país, tachonada de crímenes políticos y masacres brutales que los chilenos se niegan a reconocer, adoctrinados desde la infancia en una versión edulcorada del pasado.
No es extraño entonces que, casi dos siglos después, los brutales crímenes cometidos bajo la dictadura cívico-militar estén en su mayoría sin castigo y que sus autores intelectuales gocen de total libertad o hayan muerto sin enfrentar su responsabilidad. A casi 200 años del crimen de Til-Til, a poca distancia de esa localidad, se construyó un penal especial para encerrar por algunos años a los modernos Antonios Navarros o Rudecindos Alvarados (sindicados como los ejecutores de Manuel Rodríguez). Ahora se llaman Krassnoff, Iturriagas o Zapatas y quienes los instigaron desde los sanedrines civiles y eclesiásticos buscan denodamente liberarlos, intentando mantener la tradición histórica de impunidad.
Por lo menos en esta ocasión hay una cantidad de ejecutores encarcelados y existe la oportunidad de luchar por mantenerlos tras las rejas. El principal criminal, Augusto Pinochet, libró de la cárcel simulando estar amnésico y luego falleció, pero está señalado como ladrón y asesino. No pasará a la historia como “libertador” como O’Higgins, como era su deseo. Tampoco está cerrada la posibilidad de enjuiciar a los complices civiles de la dictadura. Doscientos años de historia no pasan en vano.
¡Aún tenemos patria ciudadanos!
(lfa)