Jorge Escalante
Santiago de Chile, 29 may (EFE).- Carlos Herrera Jiménez, un agente de la policía secreta chilena condenado a doble cadena perpetua por homicidios calificados, dijo hoy a Efe que las ejecuciones de opositores durante la dictadura de Augusto Pinochet fueron «miserables homicidios».
«Fueron miserables homicidios dispuestos por torpes jefes militares que, ante su limitación intelectual para neutralizar a los opositores con mejores ideas, ordenaron su eliminación», precisa Herrera en la cárcel para violadores de derechos humanos de Punta Peuco, a unos 35 kilómetros al norte de Santiago.
Las órdenes de ejecución fueron dadas «a jóvenes oficiales que solamente queríamos cumplir de la mejor forma nuestro cometido», añade.
«Yo confundí la frontera del bien y el mal, de lo moral y lo inmoral, y me situé en el lado opuesto de lo ético», admite el exagente, condenado por los asesinatos, en 1982, del sindicalista Tucapel Jiménez Alfaro y, al año siguiente, de Juan Alegría Mundaca.
Jiménez lideraba una incipiente reorganización del movimiento sindical y Alegría, un carpintero alcohólico y apolítico, fue asesinado para tender una cortina de humo sobre el primer crimen.
Herrera Jiménez, primer agente de la dictadura chilena en admitir sus crímenes, ha volcado en un documento, que confía a Efe, sus reflexiones críticas sobre su papel represivo, con críticas hacia los mandos «que dieron las órdenes y hasta hoy esconden la cara».
«No pretendo justificar hechos por los que ya hace tiempo asumí mi responsabilidad penal y militar ante los tribunales», dice y revela que por ello «me han considerado un traidor».
«Entendí que las personas muertas nunca fueron traidores a la patria, sino que sólo pensaban distinto. Recapacité que yo no ingresé a la Escuela Militar para convertirme en asesino de mis connacionales, sino para servir a mi país», expresa Herrera en el texto.
«Con vergüenza, observo cómo mis jefes militares y los mandos institucionales de la época niegan hoy los hechos que ellos mismos ordenaron a subordinados que hoy estamos presos por cometer violaciones a los derechos humanos», agrega.
Herrera, que también cumplió una condena de 10 años por el asesinato de un transportista, Mario Fernández, en el norte de Chile, ha solicitado varias veces el indulto, que le ha sido negado por distintos Gobiernos.
Aquejado de un cáncer contra el que dejó de luchar – «me aburrí de los tratamientos, un día me dije basta y no fui más al hospital», asegura- sueña, sin embargo, volver a ser libre algún día, «para fundar una radio rural y ayudar a la gente».
«Creo que mis transformaciones y meditaciones sobre la vida me han sanado del cáncer», cavila, convencido, quien fue uno de los más temidos agentes de la dictadura, que ahora acepta «que los delitos cometidos por agentes del Estado son más graves que los cometidos por particulares».
«Nosotros existimos para proteger a las personas y así lo juramos (…), los agentes contamos con información privilegiada y recursos del Estado, además de impunidad durante la comisión del delito que facilita su ejecución», agrega.
«Nos hemos quedado solos, fuimos abandonados por nuestros jefes y los altos mandos», remarca, tras un largo silencio.
En su documento, Herrera acusa que «ningún general o almirante, que ejercieron el mando total, ha asumido algún grado de culpa por los hechos acaecidos».
«Asesorados por equipos de abogados financiados por el Ejército, han logrado hacer recaer su propia responsabilidad criminal en los subalternos, cuando ellos idearon, planificaron, proporcionaron los medios y ordenaron la ejecución de los ilícitos a sus subordinados, que leal y ciegamente cumplimos esas órdenes», denuncia.
Lo anterior ha llevado al suicidio a «muchos» que cumplieron tareas en los servicios de seguridad, afirma Herrera, que también explica en su escrito una suerte de itinerario de los detenidos desaparecidos.
«Una unidad detenía a personas con nombre, apellido y domicilio y los entregaba a otra unidad. Allí los documentos de identidad eran destruidos y les asignaban un número. Ya sin identidad, los llevaban a otro lugar, donde distinto personal militar o policial los eliminaba, pero sin saber quiénes eran pues eran sólo números», relata.
«Luego, envueltos en sacos por distinto personal, eran inhumados o lanzados al mar siendo sólo bultos, ya no personas», prosigue.
Herrera rememora también su paso por la Escuela de las Américas y relata cómo les enseñaban a torturar.
«Entre 1967 y 1972, subtenientes fuimos enviados a la Escuela de las Américas del Ejército de Estados Unidos en Panamá, a cumplir lo que eufemísticamente se llamaba Curso de Orientación de Armas de Combate para Oficiales», señala.
En realidad, añade, «nos instruyeron en técnicas de contrainsurgencia, interrogatorio con electricidad, y cómo colgar a las personas de los pies golpeándolos en zonas sensibles para obtener una rápida confesión».
«Se asesinó en la más absoluta impunidad», concluye, pensativo, con un hilo de voz.
Durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), según cifras oficiales, unos 3.200 chilenos murieron a manos de agentes del Estado, de los que unos 1.192 permanecen aún como detenidos desaparecidos, y otros 28.000 sufrieron la tortura y prisión política. EFE
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