Iba contando una a una las casas que había entre la suya y la escuela.
El avión ya volaba a velocidad de crucero. Nadie decía nada.
Una larga cadena había unido sus tobillos y las dos manos, como un presagio de esos tiempos para saber quien era en este instante, eso pensaban los que lo habían detenido. El bus llegó atrasado al Terminal, fue por eso, sabía que lo buscaban, otra cosa estaría sucediendo sido si el chofer no se hubiera quedado dormido, Jorge Fuentes no estaría en ese momento donde se encontraba. Sus enemigos sonreían.
Jorge pensó en esos años, hojas amarillas en aquel calendario que había en la puerta de la cocina de su casa, era un día soleado, un martes en la mañana, septiembre tal vez, era el mes que más le alegraba y sonrió para sus adentro cuando vio a don Demetrio parado en la puerta de su almacén a quien sin saber porque le puso Napoleón. Durante todos los años que hacía aquel recorrido entre su casa y la escuela, los días viernes su amigo almacenero le regalaba un caramelo cuyo envoltorio coleccionaba guardándolos en una caja de zapatos que su madre había decorado con el papel de regalo que le habían dejado en las últimas navidades.
Los detalles de su vida, las esquinas donde estaban sus amigos transcurría bajo esa capucha que le cubría entera su cabeza. Allí guardaba cada detalle, como las palabras que iban saltando de mesa en mesa, saliendo a las calles y algunas tocando las estrellas, pero era tiempo malo, no era olor de pasto recién cortado.
Sintió como el avión tocaba el suelo, el tiempo que pasaba, sus pasos apurados, bajadas de escaleras, el sol que estaba presente, quince peldaños, uno tras otro y rápidos, de nuevo subir, la cadena que lo hacía una cosa extraña, como si fuera preparado para estar en la vitrina de un circo que pasea sus carromatos por los pueblos del sur, donde los niños corren detrás de él para asustarse, y luego contarlo en los recreos de sus escuelas, esos pueblos polvorientos más allá de Valdivia.
Ya estamos en casa le dijo alguien al oído, entendió que había cruzado la frontera, lo habían sacado clandestino de Paraguay y ya estaba volando hacia Santiago, hablaremos cuando estemos en casa le decían las voces, ahora más alteradas. Jorge Fuentes se reía.
Se puso a pensar en las tardes de domingo en Concepción, caminó por el barrio universitario, sus paseos premeditados para pensar que aquella apuesta era posible, junto a Marcial, el Pato, los dos Negros, el Flaco Ríos y la bella Muriel. Ese camino ya recorrido era sin duda una alternativa que estaba en la más bella de las esquinas esperando. Pensaba en aquel ruso de barba blanca, con su gorro de cuero negro de ferrocarrilero que había escrito todo, era el mejor de sus manantiales. Hubieron momentos en que nada pensó, un poco el sueño le susurró en el oído, pero en esas cosas no entraremos, Jorge Fuentes las guardó para los momentos más extremos, los más delicados, pero que buen perfume se mostraba de cuerpo entero, ese rincón de los olores que cada uno tiene.
Cuando llegó finalmente a su destino, Villa Grimaldi todo era desconocido. Nada era real, el tiempo era una cosa de empujones, gritos y golpes, esa risa por la cual hubiera matado dos veces sin duda, en un momento pensó que aquello no hubiera pasado si estuviera vestido con las ropas de un gitano andaluz y con su cuchillo de perfecta hoja se lanzara para cortar todas gargantas de sus enemigos.
Me llamo Jorge Fuentes y soy del Mir, eso gritó, con su voz ronca que habían conocido las calles en el sur, eso lo escucharon todos, el Pepone, el Pájaro, la Carmen Rojas, Lumi ya había volado y agitaba un pañuelo mientras se reía de sus asesinos
El olor de ese lugar lo había leído, estaba en cuadernos escritos por otros.
Quedó un largo tiempo con su espalda pegada a la muralla, Jorge Fuentes intentó construir un minuto de tiempo y lo logró, consistía en correr desde la puerta de su casa hasta el almacén de Napoleón con su volantín y así nuevamente, lo hacía cambiando los colores de aquellos pequeños pájaros, azules con verdes, rojo con negro, también de un solo color.
Se llamaba Villa Grimaldi, eso lo supieron también los que fueron sacados desde allí para nunca jamás, lo sabemos porque la memoria guarda cada detalle, sabemos lo que gritaban y de como insultaban a sus torturadores, sabemos que los guardaban en cajas pequeñas pero allí escribían las mejores oraciones de hombres y mujeres sencillos
Todo le dolía a Jorge Fuentes, esa mañana había sido extremadamente dura, en un momento pensó que se quedaba sin colores para seguir corriendo a elevar los volantines. Todos los que se encontraban en aquel lugar tenían días idénticos, iguales, asustados y violentos, maldecidos hasta el cansancio, esperanzados hasta los besos.
En aquella casa en cualquier momento aparecía un nombre y sus apellidos, un lugar, una esquina, una farola, todos lo guardaban en sus cajas infranqueables de hombres y mujeres buenos, que se resume como si entre todos hubieran construido un hombre nuevo, con sus brazos y sus piernas, con cabellos color cobrizo, con ojos café y con una camisa listada verde y azul y un pantalón verde, desnudo de pies y con un saco que le cubre la cabeza donde en su interior daban paseos barcos pequeños que llegaban a puertos solo para recoger cartas de amor, mientras una loca los esperaba que desaparecieran en el horizonte para volver a casa. Esos nombres les indicaba que había que hacerlo, esa intuición que es suponer que el futuro está en la punta de tus dedos.
Jorge Fuentes y los otros que se encontraban en el mismo lugar, sentían de tarde en tarde como dos o tres ratas se acercaban a ellos, pequeñas de pelos negros y con sus ojos brillantes, sus orejas pequeñas y aquella cola que arrastraban como castigo por haber nacidas feas, sentían como le rozaban sus tobillos, lacerados, amarrados, amoratados, todos sin saberlo le colocaron nombres, porque de verdad habían nacido llamándose así. Aquellas ratas seguramente los veían a ellos, acurrucados en las esquinas en esas habitaciones donde el miedo no había escrito nada en esas murallas, pero la dignidad regalaba todos los besos del mundo y pasajes para un tren en que se embarcaban todos los soñadores, cada uno de ellos guardaba aquel boleto.
Estaba encapuchado, lo llevaban a su martirio, cuando sintió que una mano le pasaba por sus cabellos, sin saberlo reconoció a la Flaca Alejandra. No le gustó que aquella mañana se despertara de esa forma, cuando sintió que lo llevaban de nuevo entre empujones, gritos y amenazas. Comenzó a construir de dos en dos y de tres en tres todos los volantines al mismo tiempo, con todos los colores y en un momento los lanzó todos al aire, ya estaba en noviembre con sus ventanas abiertas y el viento fue colocando aquellos volantines en orden, uno debajo del otro y que bella mañana se pasó en aquel día.
Jorge Fuentes había estado muchos meses en Villa Grimaldi y al parecer siguiendo con el procedimiento habitual, en esa hora, alguien había arrancado violentamente una hoja de aquel cuaderno, rayado un nombre de la lista sin colocar el día que marcaba el calendario
Cuando sintió de nuevo lo mismo, ese recorrido maldito, era esa hora de viajar pensó finalmente. El último insulto ya estaba quedando en el olvido y se fue, sintió que sus pies no tacaban el suelo mientras lo arrastraban, se dejó caer, colocó todas las fuerzas en ese viaje hacia el recuerdo y se quedó mirando el mar en aquella playa africana
Los otros hicieron su trabajo mientras las dos o tres ratas hacían su cortejo habitual, aplaudiendo y dando saltos de victoria.
Aseguran algunos que lo han visto en las tardes cuando el sol se despide en el horizonte. Jorge Fuentes está sentado en la playa, desde allí ve cruzar los Cayucos con dos o tres africanos que llegan a la playa con los pescados que la mar les ha regalado.
El tiempo pasó, su foto está pegada en la esquina de la casa de la calle Hierbas Buenas 402 y don Napoleón se le puede ver cada viernes parado en la puerta de su almacén con un caramelo en la mano, espera un largo rato y luego entra con mirada triste.
Pero las cosas no son así de sencillas
Hace ya algunos tiempos que Jorge Fuentes se puso de pié para ayudar a subir africanos en unas embarcaciones que dan miedo de pobres, allí se embarcan personas que quieren llegara Europa, arrancando del hambre y la miseria. Allí lo han visto ayudando a subir a los africanos que ya no tienen nada, que no han tenido nunca nada y se lanzan contra todos los vientos para llegar al Puerto del Hambre en las islas Canarias
El ve como las embarcaciones se pierden en el mar, en busca de su destino mientras da saltos de contento porque sabe que le llegará una carta en el siguiente viaje.
Si quieres escribirle lo puedes hacer a
Jorge Fuentes
Calle del Buen Destino 142,
Playa de la Esperanza.
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Texto de Pablo Varas en recuerdo de Jorge Isaac Fuentes Alarcón, el «Trosko Fuentes», dirigente del MIR detenido desaparecido de Villa Grimaldi