Las cosas por su nombre Desde antes de asumir el gobierno, ciertos sectores afines se propusieron eliminar toda referencia al carácter de «dictadura» y tildarla de un aguachento «gobierno» militar.
por Alfredo Jocelyn-Holt *
Los gobiernos tienen la torpe costumbre de querer imponer su «visión» histórica. Tanto el ceremonial público (los homenajes y otras pérdidas de tiempo y recursos) como el currículo nacional son los principales instrumentos de ese accionar oficialista del cual los historiadores, con prudente razón, desconfiamos. Hace un año, fue tal el repudio de moros y cristianos que produjo el intento de rebajar las horas de historia en la programación curricular, que el Mineduc tuvo que echar pie atrás. Pero todo triunfo tiene sus costos, y ello desvió la atención de otras propuestas más discutibles que se han ido introduciendo. El ex ministro Bulnes, lo hemos visto, ha estado dedicado a parar ese otro extremismo: la marea estudiantil.
Desde mucho antes de asumir el gobierno, ciertos sectores afines se propusieron eliminar toda referencia al carácter de «dictadura» de la dictadura reciente, prefiriendo tildarla de meramente «régimen» o, más aguachento aún, de «gobierno» militar. La historia es interpretación, pero eso no quiere decir que sea subjetiva o arbitrariamente parcial. Hay ciertos sentidos que dan las cosas que, a su vez, dan el nombre. Por ejemplo, «golpe», referido al del 73, se ha impuesto porque lo fue, y brutal, nos parezca bien o mal que lo haya sido o que ocurriera.
En cambio, «pronunciamiento», que es como a algunos les gustaba llamarlo, ha caído en desuso, porque ya era un término arcaico y rebuscado. Ortega y Gasset, en su clásica España invertebrada (1921), refiriéndose a la manía muy españolísima, muy decimonónica, de «pronunciarse» sus militares, sostenía: «Aquellos coroneles y generales, tan atractivos por su temple heroico y su sublime ingenuidad, pero tan cerrados de cabeza, estaban convencidos de su ‘idea’ no como está convencido un hombre normal, sino como suelen los locos y los imbéciles. Cuando un loco o imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que al mismo tiempo cree que están convencidos todos los demás mortales. No consideran, pues, necesario esforzarse en persuadir a los demás (…); les basta con proclamar, con ‘pronunciar’ la opinión de que se trata (…). Así, aquellos generales y coroneles creían que con dar ellos el ‘grito’ en un cuartel, toda la anchura de España iba a resonar en ecos coincidentes». De lo que se deduce que los «pronunciamientos» (haya o no «ideas») instauran «dictaduras», no «gobiernos». Si hemos de pecar de algo, pequemos, pues, de conservadores: en los liceos y colegios de Chile haría bien leer a Ortega.
Hay otras razones para aconsejar ese curso. Dictadura es un término jurídica y políticamente denso (me remito a los romanos), no es sólo un epíteto, y de eso se trata la educación: de complejizar las cosas, no hacerle el quite al bulto. Las desincronizaciones burdas, además, confunden. Si dentro del aula se afirma que la tierra es plana, tarde o temprano se va a chocar con lo de «afuera»: que la tierra es redonda y gira alrededor del sol. Es más, hablar de «gobierno militar» sólo alude a que no sería «civil», lo que es bien complicado. Por de pronto, no fue para nada civil, y supuso bastante más que unos cuantos militares «gobernándonos». Por último, de lo que se trata es que los alumnos no salgan a la calle, sí que se ilustren.
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* 31/12/2011 LA TERCERA